Aldo Sánchez Herrera.
Si bien las palabras juegan un papel fundamental en la fuerza irruptora de un poema, y son la gravitación desnuda y centellante que en el papel en blanco dejan en estrofas o en bloques las ideas, el silencio entre ellas es el acento dominador que con potencia las acuña, dándoles una estética donde las visiones enceguecedoras dan el efusivo descanso a la celeridad imaginativa de un vacío necesario, no para la obligada pauta que el lector abriga, sino para la personificación sensual y abierta de un espíritu sin nombre que en su paso por los sentidos atentos abarca la poesía.
No con esto restamos valor a la actividad verbal que rigen por dentro las estrofas. Al contrario: ese vacío se convierte en unidad obligada y dolorosa en el evidente parentesco de una imagen con la otra, y es así como sentimos sin explicación alguna el encanto misterioso que a través de ese abismo, que no es más que un invisible puente, nos lleva y arrastra al inimaginable discurso de la estrofa próxima, donde ya,—tal un Cristo sobrecogido y solemne, pero también intangible—, de forma feliz el verso generoso se abraza al silencio redentor que irrumpe sobre la página.
Véase un ejemplo de la importancia del silencio en la poesía. Poema lll de los Versos Sencillos de Martí:
Odio la máscara y vicio
Del corredor de mi hotel:
Me vuelvo al manso bullicio
De mi monte de laurel.
Con los pobres de la tierra
Quiero yo mi suerte echar:
El arroyo de la Sierra
Me complace más que el mar.
El arte de escribir versos
Aquí, aparentemente una idea no tiene nada que ver con la otra, y como ya lo explica Cintio Vitier en Lo cubano en la poesía: entre estrofa y estrofa se abre un vacío, no sospechamos cómo va a irrumpir la próxima, pero sentimos, sin explicaciones, el evidente parentesco de una idea con la otra.
Por lo que a la poesía hemos de ir desnudos y con manchas, pero también atónitos y llenos de esa añorada esperanza donde se ha de definir con amplísimo recuerdo la memoria.
En ese estar y no estar, comienza el cántico, el breve recuento espiritual que no es más que la hinchazón del alma ante lo que nos duele, circunda o incomoda, y que no deja de ser un entresijo porque en él se vierten nuestras inquietudes y bellezas, nuestros sueños y formas. Para después convertirse en actos que son palabras. Y estas, en el estilo profundo y grave de una música. Y esta, a su vez, en imágenes superpuestas que danzan en la invocación y en el despojamiento de toda vestidura.
De modo que, en la irrupción de esta plenitud del espíritu que es escribir Poesía, hay la contingencia de fijarnos a una imagen de transmutación maravillosa, que no es más que la de ir hasta un rincón suavizado por el aroma de un café, a desnudar a quien, con el arte de un verso, el alma nos salva o nos desnuda.
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