Las vivencias de un vendedor de libros

Por Maylin Portales

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Leer un libro del escritor Lorenzo Lunar siempre resulta una aventura de la que sin dudas saldremos con una sensación agradable, con un sabor a Cuba que nos despierta nostalgia, orgullo, reflexión, inquietud e incluso, esa risa y dolor que provoca siempre pensar en la realidad insular. El libro Pequeñas miserias cotidianas de Lorenzo Lunar no es un libro ni desgarrador ni lacrimógeno ni para autoflagelarse; a pesar de abordar la década del 90 del siglo pasado. No se hablará de escasez, ni de pobreza, ni de desesperanza… Lunar nos regalará una prosa breve, llena de luz, colores y hasta ternura. Él es un espectador desde un portal de su ciudad natal. Con el dedo, sin ninguna otra etiqueta promocional, nos presenta en su primer cuento su entorno: “la señora… ropa de uso… el hombre… limones…, el otro dulce de coco”. “Yo vendo libros viejos”.

Cualquiera de los personajes de este libro, que muy pocas veces se molesta en nombrar, es un cubano de esos años en Cuba.

Desfilan por su prosa breve y concisa personajes alucinados, locos sublimes, fanáticos de la lectura, héroes olvidados, muchachas que buscan del mejor modo que saben ganarse el pan, vendedores de cualquier cosa que les permita sobrevivir… y también el antihéroe, el enemigo, el “instaurador o restaurador del orden” que extorsiona, que abusa… que por cierto, sí tiene nombre: el Látigo.

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Historias conmovedoras en el libro Pequeñas miserias cotidianas

No podrá, querido lector, leer el texto “Azul” sin conmoverse. Un hombre, sin edad pero con alma de niño, busca en su escenario sombrío un color que le despierta el deseo de volar, busca ese azul que le niega la ciudad tierra adentro y lo encuentra en una revista cara, para su economía, en que reina el azul, para esparcir sus pedazos en una calle que ya no es tan sombría porque el mar  la ha inundado y él se sumerge como un pez; y qué decir de ese vendedor de limones –ah ese cítrico ya casi olvidado en la cocina cubana como otras tantas cosas– que “casi siempre” amanece en la esquina, a pesar del Látigo. A la mirada aguda de Lorenzo no escapa que aquel hombre con el dinero de la primera pila compra un café y con el de las otras cinco un pomo de alcohol.

La voz del librero el 20 de abril no es muy optimista: a las nueve de la mañana está listo para vender y a las cinco no ha vendido un libro. Presumiblemente en su cocina no habrá fiesta esa noche; pero otro día sí. Otro día Paradiso le permite comprar zapatos para su hija.

La gente no entiende nada, el vendedor debe reflexionar desde su portal. Una mujer canta bolero y lleva en su rostro todos los colores del pentagrama y en sí todos los del universo; pasea su perro teñido de azul. ¿Quién puede decir que “iCon tantas cintas y lazos!” está loca?

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Un escritor de honda sensibilidad

La gente no entiende nada. Tampoco entiende a aquella mujer del cuento “Ironweed” que acuna a un niño a quien le canta una nana con toda la ternura del mundo mientras el barrio insiste en decir que su querubín resbaló de sus manos enjabonadas y su cabecita dio con el borde de la bañera.
La gloria pasada hace que los héroes se sostengan en la adversidad: El atleta que jugó con Huelga, Macías, Montejo y Lázaro Pérez gana una apuesta de diez pesos al vendedor de limones; el escritor olvidado constata, tras buscar en los estantes del librero, que su libro es bueno y el hombre de traje de hilo blanco gastado lee recostado a un poste su revista preferida Selección del Reader Digest sin notar el tiempo.

Las distintas caras de la muerte son percibidas por este espectador silente desde el portal: la violenta, la gloriosa, la ajusticiadora, la vulgar.

Las historias de este libro nos permite percatarnos de la agudeza de este escritor y de su honda sensibilidad por las letras y la cultura en general, hecho este que le permitió hacer realidad lo que parecía una utopía: tener librería propia e irradiar desde ella cultura y deleitarnos con sus vivencias de librero.

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