Los traductores y la lengua (Parte I)


Para los herederos de la cultura
judeo-cristiana (evidentemente, otras culturas han de tener sus propias
explicaciones para la existencia de multitud de idiomas), el mito de Babel es
claro: Se diferenciaron las lenguas, los seres humanos dejaron de entenderse
entre sí, y la raza humana se dispersó en pueblos y nacionalidades diseminadas
por todo el mundo. Es decir: La lengua dejó de ser única y con ello los seres
humanos dejaron de formar una unidad.

El castigo divino tenía un objetivo,
según la lectura habitual del mito: Evitar que los humanos se ensoberbecieran
al comprobar su poder con la construcción de la torre. Ese poder, acaso, los
acercaba demasiado a Dios. Al no entenderse, perdieron la fuerza que les
otorgaba la unidad. Dios no tenía rival.

Mas ese no fue el único resultado.
Los seres humanos, por no entenderse, se hicieron enemigos. Y esto,
lamentablemente, no es ningún mito, por más que el no entenderse no siempre
está directamente relacionado con hablar lenguas diferentes.

El sueño de muchas personas
generosas ha sido, durante milenios, lograr la lengua universal mediante la
cual los seres humanos puedan comunicarse. En el fondo tal vez se encuentre el
ansia oculta de competir con la divinidad. Mas, hasta el momento, ese sueño se
ha mostrado irrealizable, y no se vislumbra ni un asomo de posibilidad.


La traducción como un instrumento de humanización

Sin embargo, ya desde el mismo
momento de la confusión de lenguas apareció, si no el remedio, al menos el
paliativo para la incomunicación. Ante la limitación impuesta por el castigo de
su dispersión, la raza humana, que se resiste desde siempre a ocupar un eslabón
inferior en la escala de la creación, concibió el instrumento que le permitiera
sobreponerse a su obligada pequeñez. Lo hizo surgir de su propio seno, con sus
genes, su sangre y su aliento.

Este instrumento que acerca al
género humano disperso y débil al originario único y de poderío casi divino es
también un ser humano, por más que a veces pareciera que ello se olvida: Es el
traductor, el intérprete, el trujamán, el puente vivo que enlaza las orillas
más distantes y comunica las culturas más distintas.

Venerado antiguamente en
civilizaciones que vieron en él un ser dotado de un don divino; minusvalorado e
incluso despreciado en otras supuestamente más evolucionadas, imprescindible en
todas, el traductor ha sido a lo largo de la historia, mitos y leyendas aparte,
el medio de comunicarse con amigos y enemigos, de apropiarse de los frutos del
conocimiento ajeno o de difundir los propios, de transmitir y de recibir ideas,
de desarrollarse y ayudar a otros a desarrollarse, de crecer como pueblos y
naciones, pero también como personas. En resumen: El medio de humanizarnos
realmente.


La responsabilidad social del traductor

José Saramago afirmó: “Los
escritores hacen las literaturas nacionales, y los traductores hacen la
literatura universal.” Hacen más, se podría agregar: Hacen la ciencia
universal, la técnica universal. Sin alguien que tradujera sus obras, pocos
conocerían a Taylor, a Marx o a Einstein. Sin los desconocidos traductores que
llevaron los clásicos griegos a la lengua árabe, y los que luego la trasladaron
del árabe a otras lenguas, ¿cuál habría sido el destino de la llamada “cultura
occidental”?

El traductor es como un puente,
cierto. Mas un puente conduce en dos direcciones, tanto lleva como trae. Al
poner en contacto lenguas, culturas y civilizaciones, las interrelaciona, las
hacer influirse y enriquecerse mutuamente. Este es, a la vez, su mayor
compromiso y su mayor mérito. Y acaso en ello radique la principal maldición
que arrastra su profesión.

Porque el traductor es “como” un
puente, pero no lo es en realidad, porque no es un objeto ni, mucho menos, es
inerte. Por ser una persona, interactúa, sea consciente o no de ello, con
aquello que pone en relación. Y esa posición privilegiada se paga caro, porque
implica una gran responsabilidad social.

 

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