Elaine Vilar Madruga.
Cuando escribo para niños —una de mis vocaciones más tardías y que, sin embargo, ha sido un viaje hacia el infinito de la posibilidad— pienso siempre en clave de fantasía. Será, tal vez, porque me ato a los recuerdos de mi infancia: una niñez que tuvo mucho de magia, a la cual me gustaba teñir con esos pespuntes para lograr un escape del, en ocasiones, aburrido mundo de los adultos y la realidad. Ese mundo real que, con sus asuntos, es tantas veces discordantes para los niños no he dejado de tocarlo en mi creación literaria, porque soy de las cree que no ha de hacerse distinciones con el material de la vida que adaptamos a la ficción, no importa la edad del lector al cual nos dirigimos.
En mi experiencia, el niño lector no es solamente un intelecto crítico y analítico —expresión que ya es un lugar común de las tantas veces que se ha dicho sin que, por esto, su verdad haya sido minimizada— sino también una criatura que requiere de una vía, de una puerta otra que provoque cruzamientos entre la fantasía y lo real. Para el niño, es tan real su amigo imaginario como el fantasma de un relato, y le es tan complejo asimilar el divorcio de sus padres como la idea de que liderará una guerra contra elfos y trasgos. En su particular mundo de referencias, lo fantástico y lo real aún caminan de la mano, con independencia de si los adultos le permitimos o no creer que ambas esferas forman parte del proceso —todavía incomprensible incluso para nosotros— de la vida.
La comprensión del mundo real por los niños
Eso no significa que los niños sean unos entes sin asidero en lo real, que a menudo trastocan sus sentidos, o que viven en un universo donde solo habitan espectros, dragones o fantasmas. Simplificar la mente de un niño a esa escala es un ejercicio arbitrario de los adultos —padres, familiares, escritores, editores— sobre su inteligencia. Por supuesto que los niños comprenden el mundo real y entienden a la perfección —o de manera cercana, de acuerdo también a sus edades— qué simbolizan la separación, las despedidas, la muerte, la enfermedad, la guerra. Es posible que no sepan expresar con palabras qué significan estas ideas que son, muchas veces, abstracciones incluso para los adultos; pero eso no indica que su inteligencia no sea capaz de asumir y develar, paulatinamente, los sucesos que afrontamos todos.
Es por eso que, cuando escribo para niños, no renuncio a los temas más difíciles de nuestro cotidiano. Como he dicho en otros artículos, creo en la capacidad de la inteligencia del niño, en su posibilidad casi infinita de superar los retos creativos, en su ingenio y en su derecho a la libertad. De ahí que muchas de mis obras aborden temas considerados tabúes o al menos peliagudos en el imaginario de la literatura infantil y juvenil. Prefiero no obviarlos, porque la vida demuestra que enajenar a un niño con historias simplistas y simplificadas no los ayudará a enfrentar mejor la existencia, sino que entorpecerá su crecimiento. Creo, por el contrario, que es preciso adaptar el lenguaje —sin por ello reducirlo— a las necesidades propias de una edad determinada y contar siempre desde la sencillez. Me gustan también los matices, porque en la vida real, nada es blanco y negro. Por eso aprovecho el material que proviene de la literatura fantástica para enriquecer el mundo contemporáneo que, más tarde, describiré para los niños en la ficción.
Las necesidades lúdicas del niño contemporáneo
En buena parte de mis libros infantiles aparecen cruzamientos entre lo real y lo fantástico. Estos cruzamientos son en ocasiones simbólicos y buscan siempre responder a las necesidades lúdicas del niño. Soy de las que cree que la literatura tiene, como uno de sus propósitos fundamentales, el hecho de entretener. No es de extrañar, entonces, que mi creación lleve por lo común un guiño a referencias de cuentos del pasado (por ejemplo, los relatos clásicos de hadas) o figuras de la tradición folklórica, o apueste por la reescritura de historias canónicas que ajusto a las necesidades y búsquedas del niño contemporáneo. En otra vertiente, busco también el cruzamiento a través del factor onírico (el sueño como un vehículo que permite que los personajes y el niño lector se sumerjan en otra realidad) o hago que tanto lo real como lo fantástico existan en un mismo plano. Creo en esta convivencia pacífica donde ningún género denigra al otro, fundamentalmente en la literatura para niños y jóvenes; una literatura de mixturas, matices y contrastes que, si se niegan, solo conduce a la pobreza de ideas.
La fantasía vs la realidad
Muchas veces me sumerjo como lectora en historias donde todo rastro de la fantasía ha sido desplazado por una realidad pura, cruda y dura. Son, muchas veces, buenos libros, no lo niego; en los que viven excelentes personajes y que, sin embargo, para mí se quedan en una superficie simplificada, una superficie donde no hay otro matiz que la realidad que se recicla una y otra vez, que se exprime hasta reducir su pulpa a la nada. Existe otra categoría de obras que, a mi criterio, no solo han abandonado hasta el más mínimo rezago de lo fantástico, sino que exponen los eventos del cotidiano —de esa realidad tan defendida— a través de la lupa de la simplificación; una simplificación que justifican por la edad de los lectores (leitmotiv usado hasta el cansancio). La tercera categoría de obras es, de todas, la más peligrosa, pues sumerge al pequeño lector en un universo solo habitado por el espíritu del escritor y donde lo demás ha quedado completamente anulado. Hablo de esos libros en los que todos los personajes hablan igual, justo a la medida del intelecto del autor. Hablo de esos libros donde todo el universo infantil ha sido reducido a una mera y falsa observación de los problemas de los adultos, un mundo en el cual los niños se relacionan como pueden (…si pueden). Hablo de esos libros donde los niños personajes dialogan y piensan como ancianos, donde no existen dudas ni elementos lúdicos, donde el niño solo se bate contra la circunstancia de la realidad que le ha tocado vivir. Este es un épico combate que, lo sabemos de antemano, conducirá a la clásica moraleja de siempre.
Una autora de matices
Nada en contra de una literatura que sea instructiva y que deje, como saldo natural de la lectura, la formación de valores; ¡pero, alerta!, no hablamos de esto cuando nos enfrentamos a la moraleja que ha sido diseñada, palabra tras palabra, por el escritor y que intenta, desde comienzo a fin de la obra, destruir la libertad creativa y de vida del niño lector.
Me considero una autora de matices. Recuerdo lo suficientemente mi infancia como para saber qué libros no me gustaban entonces (ni ahora). Disfruto una buena exposición de las sombras y luces de la realidad en las páginas de un libro, como también añoro que dichas páginas aparezcan teñidas por el mundo mágico, onírico y maravilloso de la fantasía, que no es un estado solo propio de la infancia, pero que en esta edad de oro de la vida alcanza su cenit. En los matices, en la mixtura, se escriben no sé si los mejores libros, pero sí aquellos que están vivos y palpitan.
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