Escribir para niños: la verdad de la memoria

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Elaine Vilar
Madruga

Escribir para un
público infantil o juvenil es siempre una posibilidad de exploración, un
ejercicio de memoria. Volver atrás con una brújula media lerda a ver si
aprendes de nuevo cómo era la infancia. Ese es el ejercicio más terrible de
todos: recordar, porque la memoria humana es finita y muy débil, solo hilo
enredado. Por eso muchas historias para niños carecen de música, son
desafinadas, pierden la cuerda: el oído del adulto está encima de las notas, en
un intento vano de hacerlas descarrilar hacia un espectro “ñoño” o “falsamente
sabio”, o “adultógeno/patógeno”. ¿Qué es lo peor? Yo no sé. Todo es peor si se
trata al niño como si fuera un vacío que es preciso llenar. En literatura, ¡cuidado
con los agujeros y con aquellos que pretenden cubrirlos!

Cuando viajo de
vuelta hacia mi infancia —e intento escribir para los niños— me cuido. Me
protejo. Hay que colocarse encima un escudo que no empañe. Un escudo que no
impida el camino. Tenerlo siempre cerca, para que ayude a filtrar y
descontaminar las viejas partículas que todos cargamos.


El viaje del escritor al mundo de la infancia

Luego, es preciso
decirlo también, escribir para los niños es un privilegio. Viajar de un lado a
otro del armario que conduce a Narnia es un juego muy serio, pero juego al fin,
y su propósito ha de ser la inmersión en el mundo de la infancia. Una inmersión
que no nos haga perdernos, porque como es evidente, un escritor —aunque sea muy
bueno, tenga todas las herramientas técnicas y la disposición espiritual— no
puede retornar, verdaderamente, al estado perdido de la infancia. Más bien es
convivir con lo espectral de la niñez que se recuerda, con su inmaterialidad. Hablamos
un poco de juego y camuflaje, pero juego verdadero, un juego en el que van
inmersos la mente, las tripas y el corazón (y todo el sistema límbico).

En este proceso se
aprende y se desaprende. De eso va la literatura, ¿no? De morir en el intento
por cambiar algo aun sabiendo de antemano que hay pocas cosas que se transmutan
en este mundo una vez han sido establecidas. Pero el intento es válido. El
intento lo es todo. No solo la flecha al aire sino el espectro —la imagen— de
que la flecha ha dado en el blanco. Los escritores vivimos de la ilusión de que
las palabras —y la vida dentro de ellas— tocan otras vidas. En ocasiones, esa
ilusión se hace casi física, casi tangible. Aprender y desaprender. Hay una
verdad ahí. En un mundo donde quedan pocas verdades, qué importante es
encontrar una.

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