Rodolfo Alpízar.
Para octubre de 1976, fecha en que aterrizo en Angola, país multilingüe con el portugués como lengua vehicular, de la cultura lusófona solo conocía La reliquia, de Eça de Queirós, y que los caballeros castellanos usaban el galaicoportugués para cantar sus amores.
Para mí, desde niño, el idioma del amor (del arte, la cultura, la diplomacia) era el francés, y lo estudié. Entonces me encontré con el portugués, en una variante africana. Podía ser la lengua del amor o no (sí que lo es), pero me enamoró. Me enamoré.
En situación de inmersión total (según los profesores de idioma) entre hablantes populares y semicultos, y con la posibilidad de oír locutores radiales de pronunciación impecable, no la estudié, la aprendí (ayudaron los estudios lingüísticos previos y el francés, desde luego). Hice más: Me la apropié.
Conocer un idioma no es ser traductor, pero mi antigua relación amorosa con la medicina me llevó a serlo.
El método seguido fue el peor posible (ningún profesor lo aprobaría). Para contribuir a la formación de sanitarios angolanos, contaba con alguna bibliografía portuguesa sobre enfermería, pero el manual fundamental era cubano: Recibí la orden de traducirlo.
Vista en abstracto, la orden era descabellada, pero yo era, entre los profesores, quien aparentaba saber más el idioma (en las noches, leía a los demás en español el diario angolano), y era necesario un manual en la lengua del país. Yo no tenía idea por entonces de lo que está bien o mal en la traducción, dominaba la materia sanitaria, tenía textos de apoyo en la lengua de llegada, me rodeaban hablantes nativos (casi me sentía uno de ellos), así que recibí la orden como un premio.
Ser menor de 30 años también ayuda en esos casos.
La necesidad de traducir y el amor por la profesión
En ocasiones sufría, por no encontrar el equivalente exacto o el giro sintáctico correcto (y no existían computadoras, sino aquellas pesadas máquinas de escribir), pero disfrutaba el trabajo. Leer los textos traducidos a los futuros destinatarios, y lograr su aprobación, halagaba mi amor propio y me estimulaba a continuar. Recordaba a los traductores del Centro de Información de Ciencias Médicas y me sentía uno de ellos: El germen de la traducción me había contaminado. Un síntoma fue que comencé a traducir al español discursos del presidente Neto, sin ningún motivo. En realidad, lo pensé mucho después, sentía la necesidad de traducir, aunque no supiera hacerlo: Estaba enamorándome de la profesión sin advertirlo.
Varios de mis alumnos pasaron a ser mis colegas y amigos y, cuando regresaban de sus permisos, me traían algún libro. Llegué a tener mi pequeña biblioteca de literatura angolana, que antes desconocía y me había sorprendido por su calidad, en particular la poesía. Siempre he creído que la Angola que conocí, recién nacida a la independencia, era un país de poetas.
Y de narradores de primera línea. Un día me regalaron una obrita sin pretensiones, una historia para niños recién alfabetizados escrita por un comandante guerrillero de poco más de 30 años, cuya primera edición fue en mimeógrafo y circuló en las escuelas de los campamentos en la selva. El libro, Las aventuras de Ngunga; su autor, Artur Pestana (Pepetela), hoy es uno de los escritores angolanos más conocidos en el extranjero, traducido a varios idiomas y con múltiples premios internacionales, entre ellos, en 1997, el Camões, el más importante en lengua portuguesa.
El inicio de una carrera como traductor
En muchas ocasiones he sentido la fiebre creativa como traductor (no sé si a otros colegas les sucede, en mi caso es frecuente): Con Las aventuras de Ngunga sudé la primera. Leía y me decía que debía poner esa narración en español. Empecé a traducir y a leer a mis colegas lo que hacía.
Y ocurrió un milagro:
No recuerdo cómo, pero una tarde, acompañado de un amigo, visité la casa del autor, por entonces comandante y viceministro de educación. Le mostré mi texto, le gustó, y me explicó elementos culturales que deberían esclarecerse al lector. Todo quedó registrado, pues me prestaron una grabadora y me regalaron una cinta. Treinta años después esa cinta, milagrosamente casi intacta, fue digitalizada.
Con el tiempo traduciría otras novelas de Pepetela y otros grandes autores lusófonos, incluido Saramago, pero aquel fue el inicio de una carrera que me ha regalado momentos felices y sinsabores, como todo amor. Un amor que aumenta al paso de los años: He sido lingüista con algún éxito, soy narrador con algo de reconocimiento. Pero ser traductor de portugués define mi vida.
Por cierto, Las aventuras de Ngunga fue la primera obra de Pepetela traducida a cualquier idioma, mas solo vio la luz en 2010. Pero esa es otra historia. Y forma parte de los gajes de la profesión que cualquier traductor lo conoce.
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