El sueño de mi vida nunca fue hacerme traductor. Desde que recuerdo, anhelaba convertirme en médico. Una noche, en el hospital de San Antonio de los Baños (andaba entonces por mis dieciocho años y me entrenaba en el cuerpo de guardia, pues había sido nombrado sanitario en mi unidad militar), presencié un acto de magia y poesía que me marcó para siempre: Asistí, como auxiliar, a un parto.
Una enfermera (joven, bonita, toda de blanco en su impecable uniforme recién lavado, almidonado, planchado, cofia incluida) colocaba en la cama obstétrica a la parturienta (también joven y bonita, aunque ya por su quinto parto); de repente, mientras le acomodaba las extremidades inferiores, un potente chorro salió de entre las piernas de la muchacha y bañó de arriba abajo el impecable uniforme…, ¡cofia incluida!
Tal vez no haya ocurrido exactamente así, pero así se grabó la escena en mi memoria.
Esa noche me juré que sería médico obstetra.
Pero no lo soy. Razones muy diversas, y que no vale la pena enumerar aquí, impidieron que cumpliera mi sueño y mi promesa, por más que durante años me esforcé y luché por ello.
Mi relación con la poesía
Además de médico, pensaba ser un gran poeta (alguna pizca de poeta debía de esconder en su interior quien era capaz de ver poesía en lo sucedido aquella noche); gracias a ello, cuando en 1969 me llegó la posibilidad de elegir carrera, no me resultó demasiado traumático echar mi sueño a un lado y matricular en la antigua Escuela de Artes y Letras de la entonces llamada Facultad de Humanidades.
Tampoco era cierto que pudiera elegir: Por esa fecha yo no era bachiller (sigo sin serlo, la verdad sea dicha); es decir: No tenía derecho a entrar en la carrera de Medicina. Con veintidós años, resultaba impensable para mí esperar ocho más para obtener el título anhelado…, suponiendo que fuera admitido. En Artes y Letras podía matricular si aprobaba un examen de ingreso. Resultado: Cuba perdió un médico enamorado de la profesión.
Y no ganó un poeta, ni grande ni chico, dígase de pasada (lo cual acaso sea de agradecer, visto lo generosa que es nuestra tierra en producir poetas…, incluso buenos), pues los cientos de páginas, dizque poemas, emborronadas a lo largo de décadas duermen un eterno y muy merecido descanso, escondidas hasta de su propio autor, quien solo se ha atrevido a exponer unos pocos a los lectores, si bien disimulados en la jungla de palabras de algunas novelas (por ejemplo, en Estocolmo, de la editorial D’ McPherson, 2019).
Mi amor por la medicina
Novia despreciada, quién sabe si por despecho, la medicina no perdió oportunidad, siempre que pudo, de recordarme sus encantos, «Mira la maravilla que has perdido», parecía susurrarme, provocativa. O acaso (se me ocurre pensarlo mientras escribo estas líneas) apenas procuraba estimularme indicando un nuevo rumbo para mi vida.
¿Suena cursi? Seguramente.
Pero es la realidad: La medicina y yo hemos mantenido una singular afinidad que me ha impedido alejarme del todo de ella, lo cual se evidencia en que al menos tres de mis obras más importantes guardan relación, directa o indirecta, con la especialidad. Y dos de las tres profesiones principales en que me he desenvuelto también han conocido su influencia. (Me refiero a la lingüística y la traducción, desde luego; la narrativa es harina de otro costal, aunque no escapa del todo al influjo).
La más importante señal de que la medicina no me permitiría alejarme del todo se evidenció al graduarme de licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas: Recomendado para la cátedra de Gramática, no fui aceptado, y me asignaron otra opción profesional. Tenía derecho a reclamar alguna plaza en el Instituto Cubano del Libro, pues estudiaba bajo licencia laboral (desmovilizado de las Fuerzas Armadas, había pasado a ocupar un imprescindible puesto en una imprenta…, auxiliar general de producción), pero no lo hice, y me presenté donde me indicaron: Centro Nacional de Información de Ciencias Médicas, edificio Soto, 23 y N, Vedado…
Fue como cuando a Aureliano Buendía lo llevaron a conocer el hielo, pero mucho más impactante. Sobre todo, más trascendente; pronto vendría a saberlo.
Me encontré con mi futuro (otra frasecita cursi, qué le vamos a hacer).
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