Rodolfo Alpízar.
«Lo siento, no me interesa trabajar aquí», expresé al doctor Isidro Fernández, director entonces del Centro Nacional de Información de Ciencias Médicas (CNICM), al inicio de mi segunda jornada laboral. El día anterior me recibió, me habló del Centro y de los proyectos a los cuales pensaba incorporarme, y me envió a la sección de redacción, advertido de que no sería mi única ocupación.
Antes de ingresar en Letras, yo había terminado un curso de correctores tipográficos y de estilo, pero no había ejercido el oficio. Incorporarme a la sección de redacción significaba practicar lo estudiado.
En un espacio con aire acondicionado de aproximadamente dieciséis metros cuadrados, tres mujeres jóvenes y una «adulta mayor» fueron mi compañía ese día. Excelentes profesionales, simpáticas, conversadoras. El paraíso en la tierra.
Con un pero… Las cuatro eran fumadoras empedernidas. Y yo no fumo; además, soy alérgico.
Al llegar a mi casa esa tarde, amén del olor en ropas, pelo y piel, sufría vahídos y dolor de cabeza. Tuve fiebre.
El doctor Isidro no se inmutó; sonrió y me indicó establecerme en la sección de mecanografía, donde el espacio era más reducido, solo laboraban dos personas, no había aire acondicionado (por tanto, la puerta siempre estaba abierta)…, ¡y no se fumaba!
Por cierto, casi tampoco se hablaba, porque Francisco, el mejor mecanógrafo que he conocido (el término no es correcto, él y otra colega componían textos para impresión offset), podía permanecer horas sin ir más allá de las obligadas cortesías.
Quienes sí hablaban, y mucho, eran… Los traductores.
Mi acercamiento a la traducción
Frente a la puerta abierta de mecanografía estaba la del departamento de traducción (ruso, inglés, francés y alemán). No todos eran licenciados, pero eran buenos en lo que hacían, estaban orgullosos de su profesión y trataban de ser los mejores.
Correrse la voz de que había un «licenciado en letras» en el Centro y comenzar el desfile de traductores (para desconsuelo de Francisco) fue todo uno. No había momento en que no apareciera algún traductor a plantear dudas, discrepar, discutir una regla gramatical. Aprendí a respetar la traducción y a no estar conforme nunca con la solución encontrada para un vocablo o un giro idiomático.
Ellos y los demás colegas del CNICM (diseño, redacción, corrección, mecanografía…) fueron el impulso para mucho de lo que publiqué después. Les debo mis dos libros más útiles y afortunados, El lenguaje en la medicina y Para expresarnos mejor, pues ambos son resultado de la búsqueda de soluciones a dificultades surgidas de su práctica. Esos libros sirvieron de base a mi trabajo posterior en el área lingüística; el primero, sobre todo, impulsó mis estudios de terminología y terminografía, a los cuales debe mucho mi currículo.
La obra lingüística de Felipe Poey y su influencia sobre mí
Aquellos traductores inocularon en mí el «germen» de la traducción, pero yo permanecía «asintomático». Necesitaba un factor desencadenante de la «enfermedad». Aparecieron dos: la obra lingüística del naturalista Felipe Poey y el surgimiento de un nuevo amor.
A Poey llegué gracias a la profesora Ruth Goodgall de Pruna, quien me haló las orejas cuando le expuse mi idea de trabajo de diploma, y me orientó rescatar los artículos del naturalista dedicados al idioma, algo absolutamente novedoso.
Por aquel tiempo (1974), algún sesudo decidió que los graduados no elaboraran «tesis» para recibir el título (ni examen estatal, ni nada). Dos alumnos no concordaron: Uno de ellos era yo.
Además de naturalista, Poey incursionó en la literatura, y escribió sobre terminología y lenguaje en general. Publicó, a mediados del siglo XIX, los que acaso sean los primeros intentos de teorización sobre la traducción en Cuba. Sus textos aparecen recogidos en Felipe Poey, lingüista (1984), fruto de mi acercamiento a él. La medicina me acompañó en la aventura: El doctor Isidro me concedió un día semanal para realizar investigaciones, y orientó a Francisco pasarme el texto en limpio.
Contacto estrecho con traductores, lectura de textos de Poey sobre traducción (cuya esencia no ha perdido actualidad en más de siglo y medio, dígase de pasada), conocimiento de otra lengua, aceptable dominio de la propia: Estaban las condiciones… Pero aún no me convertía en traductor. Faltaba el impulso final.
De un nuevo amor.
Debí cruzar el Atlántico para encontrarlo…
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