Por Lourdes González Herrero.
Recuerdo aquellas largas mañanas de mi infancia empleadas en descubrir, una hoja tras otra, los avatares de ciertos personajes que unos hermanos apellidados Grimm me proponían. Largas e irrepetibles mañanas que pasé absorta en las conspiraciones urdidas para la imaginación. No sabía que estaba solo entrando a un mundo mágico y doloroso: el mundo que los escritores tienen que inventarse continuamente, mundos que giran siendo centros alternos, espacios donde perderse es encontrarse, soliloquios que culminan en el más grande diálogo universal.
Los años fueron nutriendo mi entonces exigua biblioteca: dos paneles pequeños con el único adorno de una foto de Einstein. Había llegado la adolescencia y con ella sus leyes, decididamente osadas. Comencé a interesarme de forma más intensa por lo que leía en esas páginas de entonces.
Y descubrí las novelas policiacas. Agradezco a ellas, además del suspense y la emotividad que de él emana, cierta dosis de análisis elemental de los problemas, la fijación por los detalles y ese aire de sospecha que debe recorrer todo libro aumentando su misterio. Fui de Agatha a Holmes y de Hammett a Simenon, todos hasta llegar a Poe, a su cuervo, al sentimiento de lo azaroso inalterable. Especial atención le dispensé a Edgar Allan Poe, tan especial que aún hoy relaciono algunas palabras con la lectura de sus cuentos. Y en las noches de invierno sus personajes asoman a la honda caverna del tiempo.
Estuve mucho tiempo empecinada en entrar, directamente, al territorio literario de Las mil y una noches. Disfrutaba tanto leyéndolo que no tenía más opción que reinventarlo cada vez que terminaba.
Encuentros inolvidables con la poesía
No fue hasta los quince años que encontré a un poeta: Vallejo. ¡Qué fuerte encontronazo con la extraña materia de los versos! Vallejo transformó casi todos mis problemas juveniles, impregnándolos de tierno dolor. Era algo nuevo para mí ese sufrimiento peruano que yo leí extasiada hasta el cansancio. Ni París fue nunca más para mí lo que antes de leerlo. Todavía repito a veces: “De codos yo en el muro, cuando triunfa en el alma el tinte oscuro y el viento reza en los ramajes yertos, llantos de quenas, tímidos, inciertos, suspiro una congoja…”
Comenzó todo a revelarse. Después del hambre universal, la tristeza y la quena de Vallejo, leí a Tagore y me guardé ciertos momentos en que enuncia los detalles de encuentros amorosos; leí a Machado –lo leo y leeré– el grande, haciendo caminos hacia una filosofía para ser “en el buen sentido de la palabra bueno”; leí a Martí, su Diario de Campaña en el que anotó: “la noche bella no deja dormir”; leí a Lope de Vega y su respuesta: “Fuenteovejuna, señor”, que tanto he usado después.
Ahora que en mis cuarenta y seis años me he tenido que desmemoriar un poco, aún conservo inalterables en mi memoria muchas páginas leídas.
De joven fui alumna de Eliseo Diego y al dejar la escuela él me escribió una carta donde, entre otras recomendaciones, me alertaba de leer a los autores del Siglo de Oro Español, y acotó: “ellos nos hicieron el idioma”. Así pude disfrutar de esas lecturas que poco a poco, efectivamente, fueron enseñándome el idioma.
Razones para leer
Cualquier pretexto me ha servido para leer: una enfermedad pequeña, las vacaciones, los días de trabajo, los viajes, el verano, la maternidad, las labores domésticas, el invierno, el cambio de hora, los días de anunciados ciclones, las playas, los homenajes, el insomnio, el estrés negativo –y el positivo–, y la lluvia, la lluvia siempre.
En cierta ocasión recibí por mi cumpleaños un extraño libro, su título destacaba en letras doradas sobre fondo negro: La metamorfosis. Su autor: Kafka. Esta lectura fascinante me dejó el buen resultado de poder interpretar mejor el mundo, todo lo kafkiano que se discierne en él, esas relaciones que la cotidianidad va estableciendo con nosotros hasta parecer en ella extraños. Muchos años después Gregorio Samsa me asombraba con su aparición en el convulso mundo de finales de siglo, y aún espero de él confirmaciones para muchas sospechas que en su relectura se aclararán.
Sin embargo, a pesar de mi absoluta vocación de lectora, no he sido nunca capaz de leer un libro que no me seduzca, me haga su cómplice, me imponga retos. Siempre he pensado que en el placer no puede haber imposiciones ni proezas. El placer de leer no está exento de ello. Ateniéndome a esta para mí regla de oro, rehúyo de esas lecturas que se ejecutan para saber por qué no dan placer o para “estar al día”, y solo me entrego a aquellas placenteras por una u otra razón, que razones en intereses de lectura hay muchas.
Los libros que amamos
Como he vivido siempre en una isla, el fluir de los libros ha sido azaroso, tuve así que obligarme a pensar que los libros llegan cuando estamos preparados para ellos, sé que es solo una excusa, pero una excusa para estar tranquila. De modo que he conocido hace poco a escritores a quienes casi todo el mundo pudo conocer hace mucho tiempo. En eso estoy en desventaja.
Milan Kundera es un ejemplo. El místico-ateo Cioran, es otro. Las palabras unidas por Octavio Paz son un ejemplo discontinuo, porque han llegado a mis manos sus libros de modo fragmentado y sin orden. Terenci Moix, un recién descubierto. Javier Marías, otro. De Ana María Matute acabo de recibir “Olvidado rey Gudú”. Y aún añoro los textos poéticos de Valverde.
Y sé, claro que sé, que no conozco ni la octava parte de lo que en este mundo se escribe. Luminosas páginas que quizás nunca llegue a leer. Metáforas y asombros que no alcanzarán ni mis ojos ni mi corazón. Increíbles relatos y autobiografías que ignoraré hasta en mi día último. Pero bien valen para estas reflexiones los ya leídos: una inimitable Juana de Asbaje, que me acompaña con su lógica respuesta de Sor Filotea; las angustiosas cartas de Van Gogh, escritas a su hermano Theo hace ya tanto tiempo; el aleph que de Borges heredamos; los truculentos trabajos de Truman Capote; el acento irónico de Chéjov; los demonios de Dostoievski; el perfecto montaje de La guerra y la paz, construido por ese Tolstoi que desde Yásnaia Poliana nos saluda todavía; El pequeño príncipe que prefiere su flor; Alfonsina entrando al mar cada vez más hondo: el mar de la fragilidad humana, de lo efímero; Dulce María Loynaz asentando su estirpe; Lezama Lima leyendo sus poemas debajo de un sicomoro; el pequeño Foncito que seducía a la madrastra de Vargas Llosa; el americanismo de Carlos Fuentes; la fábula feminista de Isabel Allende; esa segunda posibilidad sobre la tierra negada por García Márquez en sus años de soledad; Dumas mostrando a los mejores miserables que conozco; el río de ideas navegables que nos legó Nietsche; la fantasía de Una historia interminable; la posibilidad otra del mito de Sísifo que esclareció Camus; los rododendros de William Carlos Williams; la ventana desde la que Emily Dickinson miraba el mundo; Paul Éluard y su tristeza literaria; Saint John Perse; Catulo; Drumond de Andrade; Gelman; Cortázar, con los cronopios soñando y las famas danzando tregua y catala; Bioy Casares compartiendo los libros con su amigo Borges; el templo de Yokio Mishima y su muerte inusual; Proust a la sombra de las muchachas en flor; Joyce y su artista adoleciendo; el misterio del vellocino de oro que Graves volvió a buscar, y tantos, tantos, tantos libros amados.
Las influencias literarias de Cervantes y Shakespeare
He aislado a dos autores a propósito de sus temibles influencias y sus poderes que el tiempo aumenta: Cervantes y Shakespeare.
El Quijote y Hamlet. Obras sin otro paralelismo que la cumbre en que habitan, pese a cualquier intransigencia del tiempo. Uno cabalga por las llanuras de los días, haciéndonos reír y admirarnos; otro camina en las noches, dudando, decidiendo, de cara al fantasma de su padre, alimentando en nosotros las contradicciones de la época. Los conocí hace tal vez 20 años, desde entonces proyecto terminar de leerlos, cesar al fin de releerlos, perderlos de vista, olvidarlos, pero ha sido imposible: me amparan y me nutren y se regocijan aún escondiéndome parte de sus secretos, ellos saben mucho más que yo y van dejando en mis lecturas pistas y rastros para que yo continúe con ellos. Maridaje feliz entre dos autores y un lector. Rondas que, cada dos o tres años, hago por ellos, evidenciando mis preferencias.
Puesta hoy a escribir estas palabras, se ha ido conformando en mi memoria un gran árbol genealógico del que salen ramas con frutos que son libros y que juegan, en un sistema único, a engendrarse los unos a los otros. Y puede, en efecto, suceder así: cada autor le debe a muchos autores sus libros, y esos a su vez se lo deben a otros, y de esa manera continúa la creación en la Tierra hasta el día de hoy.
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