Lourdes González Herrero.
Es verdaderamente sorprendente dedicar casi toda la vida a escribir textos, incluso desconociendo sus destinos, ignorando si servirán de algo a alguien, si hemos conseguido traducir la emoción o la tensión que los originó.
Aún a mi edad esto me asombra. No consigo entender cómo se van distribuyendo los motivos y terminamos en esta nave donde todo es a la vez verdad y mentira, blanco y negro, silencio y grito.
Además, no puedo explicarlo sino escribiendo, de modo que es una trampa, un callejón sin salida.
Estoy casi acostumbrada a las miradas de las personas a las que soy presentada con la palabra: escritora, son miradas confusas y aviesas, como si pensaran: ¿escritora? Lo que no saben es que también una en su intimidad se pregunta: ¿escritora?, pero con inocencia.
Lo cierto es que, aunque despierta recelo en algunos, ser escritor es un oficio muy difícil. Ya lo escribió Ezra Pound: “Oh Dios, oh Venus, oh Neptuno, patrón de los ladrones… instálame en alguna profesión que no sea esta maldita profesión de escribir donde uno necesita su cerebro todo el tiempo”.
Y es cierto: todo el tiempo.
Motivaciones para escribir
Sin querer añadir más misterios a los que ya posee todo acto de escritura, solo alcanzo a imaginar por qué escribo: porque es lo mejor que sé hacer. Esta puede ser una respuesta, pero solo una, y dudosa, porque no estoy completamente segura de hacerlo bien. Otra respuesta sería: porque es como mejor me entienden, y claro, tampoco ando muy segura de esto. La tercera respuesta podría ser: es como mejor me siento, pero he aquí que a veces me siento muy mal escribiendo, sobre todo cuando se torna difícil el tema, como en este caso.
Sin tener muy clara ninguna de las tres posibles respuestas, podemos idear que si las mezcláramos obtendríamos una conclusión cercana a la verdad, ya que en el acto de la escritura participan por igual el ángel, el demonio y el escritor, pero es solo al escritor al que luego preguntan.
Escribir es una opción de vida, y como tal, riesgosa, sujeta al azar y a las causalidades, a los principios mismos de la existencia, y al olvido. Por eso los escritores debemos tolerar la incertidumbre de conocer quién nos leerá y quién nos releerá, y hasta dónde lograremos insertarnos en la historia de la literatura. Siempre que hablo de este tema, recuerdo conmovida que Cervantes murió convencido de que había escrito una gran obra, el Persiles, y estaba muy seguro de que por la gloria que ese libro le daría, la posteridad iba a perdonarle la ligereza de haber escrito Don Quijote. Parece una broma quijotesca, pero tal es la confusión de los escritores.
El escritor y el acto de la escritura
A la extrañeza original, el escritor le añade la suya, personal e intransferible, y de ese modo, si no existiera la lógica y su pariente: la coherencia, podrían los libros ser escritos solo para escritores en una misma frecuencia y sintonía. Pero eso no ocurre. Tampoco lo contrario: pocos libros valiosos tienen una lectura masiva. Cada escritor conoce bien este aspecto, y, aunque lo desearía, se conforma con ser bien recibido en las casas editoriales y en las de un público pequeño.
El escritor escribe para sí, en primer lugar, porque es testigo del acto de la escritura, y es casi siempre el único testigo. Pero estoy convencida de que al final escribe para todo el que quiera leerlo y de que piensa eso no cabe casi ninguna duda, por lo anterior expresado: la lógica y la coherencia.
Extrañeza y pasión, otredad y unidad, memoria y olvido, rostro y máscara, angustia y placer, permanencia y fuga, sometimiento y rebeldía: he aquí la escritura.
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