Con fecha de edición 2007, circuló hace algunos años una compilación de artículos de la colega
Carmen Suárez León, titulada La alegría de traducir.
Hermosa y acertada selección de nombre para una obra dedicada a la traducción. Un título martiano, nos avisa Carmen, y cita la frase del gran cubano que la inspiró: «he traducido con alegría, con orgullo, con verdadero amor».
No soy un teórico de la traducción, apenas alguien que traduce y disfruta traduciendo, como disfruta del amor en cualquiera de sus manifestaciones. Por ello no aspiro a iluminar a nadie con mis palabras, ni a exponer alguna tesis trascendental.
Aspiro apenas a dejar constancia de mi relación con la traducción literaria. Una relación amorosa. Con vaivenes, encuentros y desencuentros, tormentos y alegrías. Como en todo amor.
Alegría, orgullo, amor… Son palabras de Martí, el traductor, citadas por Carmen.
Alegría, orgullo, amor… Palabras claves para mí al pensar en la traducción, pues son los sentimientos que me embargan al traducir.
Al re-crear.
La creación como parte del oficio de traducir
Cuando traduzco,
siento que doy y recibo amor; empeño lo mejor de mí en aras de un goce supremo,
ese disfrute sin igual de hacer surgir algo nuevo y mío a partir de lo que
antes existió y era ajeno. Y como el resultado ha de ser creación, no solo me
exige inteligencia, arsenal lingüístico y experiencia, sino también, y ante
todo, sensibilidad y capacidad de crear a partir de la obra que han puesto en
mis manos.
Que ame lo que hago,
en definitiva, porque amar es crear, como crear es amar.
Se afirma que quien
trabaja solo por el salario desperdicia el mejor tiempo de su vida.
¿Qué decir, entonces,
cuando ese trabajo es traducir? Quien traduce apenas por la paga se pierde la
mayor recompensa.
Es cierto,
conocimiento, herramientas lingüísticas y experiencia nos hacen adquirir eso
que llamamos oficio. Munidos de ellos realizamos traducciones aceptables,
incluso buenas, por las cuales un cliente o editor nos ha de proveer de cierta
cantidad de numerario para sufragar en parte nuestras necesidades materiales.
Adquiriendo las mañas
del oficio, se llega a ser traductor…, incluso bien retribuido. Pero…, ni la
traducción es la profesión mejor remunerada, ni la condición de traductor es la
más apreciada en el mundo intelectual. Siendo así, ¿por qué hay quienes,
pudiendo empeñar sus esfuerzos en otros menesteres más lucrativos, insisten en
realizar traducciones?…, ¡y no solo literarias!
Es de imaginar que
algo encuentran en esa ocupación que va más allá de la paga.
La sensibilidad del traductor en su obra
Cualquiera puede
«traducir» si cuenta con oficio y herramientas. Hoy hasta existen programas
para hacer que un texto en un idioma «se entienda» en otro. Pero en ambos casos
cualquier lector medianamente sensible reconoce de inmediato que en el texto
resultante, cuando menos, falta un «algo más».
Ese «algo más»
imposible de mensurar, inatrapable en teorías y ajeno a ensayos de laboratorio
es hijo del amor y lo llamamos sensibilidad. Presente la sensibilidad, la
traducción deja de ser mero trasladado de textos de una lengua a otra para
convertirse en re-creación, en obra nueva que ha re-nacido en la lengua de
llegada: Que la enriquece, porque no solo es transpensada, como diría Martí,
sino, además, re-creada, trans-creada.
Ese amor del cual es
fruto la sensibilidad que nos permite transcrear es en sí mismo un triple amor:
por la lengua de partida, por la lengua de llegada, por el acto creativo mismo
de la traducción.
La traducción como una expresión de alegría
Si el lector siente
la obra traducida como escrita originalmente en la lengua en que está leyendo,
sin llegar a oír la voz del traductor, significa que ella no ha sido apenas
traducida, sino también re-creada.
Que el traductor la
hizo suya.
Que se ha convertido
en su transcreador.
Que se adueñó de ella
entregándose, haciéndose uno con la sensibilidad de su primer creador y, como
él, amándola, única manera de apropiarse del objeto amado.
Mediante el amor
hacemos nuestra la obra ajena, pero, mucho cuidado: Cual suelen surgir
desavenencias entre amantes, surgen entre obra y transcreador. Como en todo
amor, el de traducir conoce de infinitos pequeños momentos de plenitud…, como
de otros de desasosiego.
No encontramos el
giro o la palabra adecuados. No logramos remontar el vuelo hasta el punto
alcanzado por el autor… La obra pareciera no querer pertenecernos…
En fin…, sufrimos.
Pero no cejamos.
Porque amamos.
Y llega el momento
exultante del hallazgo, la alegría de alcanzar las alturas, el orgullo de haber
vencido el reto. El beso de reconciliación con la obra que al fin se nos
entrega.
Orgullo, alegría,
amor, como dijo el Maestro.
Tiempo de traducción,
tiempo de amor.