Por Laidi Fernández de Juan.
A Valladares
Si tuviera ante mí la posibilidad de volver a escoger al progenitor de todos mis hijos, te seleccionaría a ti. Si de pronto, milagrosamente, todo empezara, si yo fuera nueva, (otra vez la muchacha trémula que un señor quijotesco acompañado de su dama majestuosa lleva de la mano a la escuela), yo crecería buscándote. Si no hubieran transcurrido más de dos décadas desde la primera vez que te vi, serías, desde mucho antes, mi fuego y mi paz, mi risa, y mi llanto. Serías lo que la tierra quiso: el padre real de los niños, y el hijo adoptivo de mis padres. En realidad, he de decir que los muchachos han crecido demasiado: te agradezco haberlos criado junto a mí, y también doy gracias a la luna. Ya no viven ni mi madre ni mi padre, esos soles vitales a quienes cuidaste como si fueran tuyos. Tú, amor de mi vida, cómplice de tantas batallas, de tantos dolores, de tantos regocijos, me acompañas, me sufres, me calmas. Por muy cursi que parezca, es tu dulce compañía el único consuelo que yo buscaría, aun sabiendo que no te merezco. Por suerte, desde hace más de veinte años, eres la fiesta increíble de mi torpe existencia. Doy gracias al cielo por tanto. Y de nuevo, sea el día que sea, de cualquier siglo, de otra galaxia, de alguna dimensión insospechada que nadie puede imaginar, yo, querido mío, encuentro refugio en ti. Doy gracias al mar por tanto. Después de todo, la naturaleza es sabia.
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