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Escribir es fugarse de las palabras


Rogelio Riverón

Al tanto de mi índole de novelista, me sale al paso
un hombre aficionado a la literatura. Lleva una camisa de hilo y huele a Paco
Rabanne. Charlamos brevemente sobre Alejo Carpentier y sobre Ohram Pamuk (a
Pamuk se lo menciono yo; él lo desconocía), hasta que se atreve a confesar que
ha escrito una novela y que tiene la corazonada de que se trata de un buen
texto.  ¿Le haría el favor de leerla y
darle mi opinión? Acepto, pero él, envalentonado sin motivo aparente, se pone a
contarme el libro. Está, ni más ni menos, narrando su novela por segunda vez.
Quizás no es que olvide que me espera una jornada por sus páginas que deberé
hacer solo, como verdadero lector, sino que contándola de nuevo se reafirma y me
reafirma su importancia. Es curioso que cada cierto tiempo hace un paréntesis
para repetir que él es solo un abogado (tiene 46 años), y que redactar esta
novela fue producto de una tentación cuyo origen atribuye a lo atractivo de la
biografía de su padre, que fue un músico muy activo en la década de 1950. Claro, vaticina, después seguro que escribo otras, pues escribir envicia.
Bienaventurado él con su camisa bien planchada y su esposa —blanca, bonita, más
gruesa de lo aconsejable— que apoya esa necesidad de expedir ficciones.
Presiente que escribir envicia. No sabe, sin embargo, nada de mis angustias, de
lo culpable que me siento a veces por haberme convertido en escritor. No sabe
que la demasiada euforia es la hiena de los literatos. Se acerca a las palabras
solo para jugar, con una corrección deleznable, censurándose, no en el
argumento, sino en el estilo. Escribir como distracción es lo que propala.
Viene a curiosear a donde otros venimos a mortificarnos. No le basta con ser un
lector competente, y sin embargo, no se jugaría el alma por escribir.

El estilo en los textos literarios

¿Lo juzgo desde mi soberbia? ¿Desde mi superioridad?
Creo que no (ya he aceptado dedicarle tiempo, leer evaluativamente su escrito).
Ni siquiera se trata de que haya irrumpido en mi medio, sino de un no comprender lesivo, aun cuando no se
le ejerza a conciencia. Aunque yo solo sea uno de los muchos tipos de
escritores que existen, hay un prejuicio general que ―sospecho― nos guarece:
ser un escritor es algo que no cesa o ―permítaseme la cursilería― que no
recesa. Esa circunstancia condiciona incluso la relación con el lenguaje y
modera la perspectiva vital del convicto de literatura.  Yo me he sorprendido algunas veces camino a
la presunción a la hora de razonar sobre la condición del escritor. Y me he
dicho que la palabra es la cárcel de la literatura. Es una paradoja
peligrosamente fecunda. Pues la palabra presupone una sujeción, tiende a lo
finito y redactar ficciones es un intento por sobrepasar, tanto los límites de
lo real, como los del lenguaje: el peligro de embarcarse en un infinito que se
alimenta de nuestra fe en lo desconocido. De modo que el estilo vendría a ser
el esfuerzo por romper esa sujeción y hacerse singular, único. El estilo no es
la suntuosidad, ni la complicación: es en todo caso una marca, una voz,
suntuosa o escueta, como bien lo demuestra el cardenense Virgilio Piñera, quien
erige sus exasperantes narraciones con las piltrafas del lenguaje. Franz Kafka
las erige con la síncopa de la jurisprudencia. Aclaremos que el estilo no se
reduce al lenguaje, aunque esa es una idea más bien evidente.


Los diferentes tipos de escritores

En ocasiones un escritor, antes que a un lector,
predeterminado o no, se dirige a sí mismo. Otros, más osados, se dirigen al
lenguaje. Quienes se dirigen más resueltamente a un lector son los autores de best sellers, esos que necesitan
rabiosamente ser notados: Isabel Allende, Paulo Coelho. Si se observa con
detenimiento, se notará que son autores recurrentes y sentenciosos: los peores
nos tratan de aleccionar  mientras nos
entretienen. Como buscan ser notados, no perderán demasiado tiempo en perfilar
un estilo, aunque eso no significa que algo afín les sea ajeno. Nada tengo en
contra de esos autores, como no me incomodan, por ejemplo, el thriller cinematográfico o la poesía
neorromántica. Solo que como lector prefiero ―voy a resultar altisonante― a
quienes sean capaces de inmolarse por la literatura, sean canónicos o mis
contemporáneos. A aquellos que no se deben al mercado, aunque vean reducirse su
círculo de lectores como las cabezas tzanza de los indios Shuar. A quienes
escriben incluso cuando la posibilidad de un editor es un espejismo. A los que
se dirigen a sí mismos, pues si son plurales en ellos también estaré yo. A los
que se dirigen al lenguaje no solo en la poesía, sino incluso en la novela o en
el cuento. Como lector los prefiero y como escritor intento hermanármeles. Esa
es la literatura que preconizo. Pues, como se sabe, todo texto literario es
anterior a un virtual editor, pero hay 
escritores que no tienen como premisa a un editor, aún cuando lo deseen.
Escribir como via crucis, sin saber
qué pasará, como deber para con el equilibrio de la personalidad y de la
psique. Como deber para con el lenguaje y la cultura.


El propósito del escritor para con los lectores

Se me objetará que enarbolo una condición ideal,
suprema y al borde de la petulancia. No descarto esa posibilidad ―la de la
petulancia―, aunque sería una postura involuntaria. Mis ideas son resultado de
mi carácter y de los libros, presumo. De la pasión y de un reactualizado
sentido de la fatalidad. Peter Handke, que ya jamás será considerado un
escritor marginal, es para mí un ejemplo de ecuanimidad creativa porque toda su
obra parece deberse a una gran confianza en sí mismo; una confianza
melancólica. Por su parte, César Aira afirma que sus lectores son escasos pero
son de lujo. En una entrevista con Carlos Madrid explica que a él le interesa
sobre todo la literatura literaria. Que él construye juguetes literarios para
adultos. Yo creo entender a los de esa familia; me gustan esos artefactos
buenos para construir o contrastar hipótesis, para presionar al lenguaje, para
presionarme como escritor, aunque mis lectores no conformen una multitud. Es
para mí en primera instancia para quien escribo. Ando siempre en busca de un
confort, cuya vaguedad, en vez de avergonzarme, me sosiega. Pero escribo como
si estuviera siendo espiado (el ansia de ser leído). Trabo relación con mis
personajes y a veces los consulto sobre su propio desenvolvimiento. Los engaño,
me dejo engañar por ellos. El lector que al tropezar conmigo decida quedarse en
las cercanías es tan valioso por eso mismo, porque soy incapaz de
prefigurarlo.      

Escribo también para refutar otros libros que aún no han sido
escritos, que probablemente jamás se escriban. Si yo no los refuto —eso sí—
enseguida alguien los escribiría. Al escribir refuto no solo malos textos, sino
excelentes libros por escribirse que, de leerlos, me provocarían el desaliento,
los celos, la locura.